Ni los más optimistas ni los más fundamentalistas amantes y defensores del beisbol cubano; ni los más entusiastas cronistas deportivos; quizás ni siquiera los propios jugadores ni la dirección del equipo lo pensaron seriamente: que el team de beisbol Cuba podría volver de San Juan con la corona de la Serie del Caribe. Y cuando comenzó la fase clasificatoria del campeonato y las derrotas se fueron acumulando y el conjunto desarticulando, la sospecha se hizo certeza: no, Cuba no podía ganar, y tal vez ni siquiera clasificar a la ronda final, como ya le había ocurrido en el torneo del 2014 en Isla Margarita…
Luego, cuando en el último vagón, en extra innings y gracias a un error de la defensiva puertorriqueña y a una salvadora victoria de los dominicanos frente a México, el plantel cubano logró colarse en los cruces semifinales, se pensó que habíamos llegado a donde mejor y más lejos podíamos llegar. Porque aunque el seleccionado campeón de Cuba, Pinar del Río, se armó (o tal vez se mal armó, al menos en el picheo) como una selección nacional integrada con los mejores jugadores en activo en el país, muchas, demasiadas veces, se dijo que a los de la mayor de las Antillas les faltaba oficio, disciplina en el cajón de bateo, una organización moderna de los roles de sus lanzadores, sabiduría para fabricar carreras, entre otras carencias. Y hasta el quinto inning del partido de cruce contra los Caribes venezolanos, también les faltaba garra, combatividad, liderazgo: ¡les faltaba todo y su descalabro definitivo parecía dibujado en el cielo de San Juan!
Pero, como por acto de magia o de trasmutación de almas y espíritus ese equipo varias veces derrotado y al parecer desarbolado y anímicamente vencido, cambió su suerte y comenzó, out por out, jugada por jugada, una actuación segura y sosegada durante las siguientes trece entradas de juego, un desempeño que los llevaría a alzarse con una corona que no volvía a Cuba desde el remoto año de 1960, en lo que fue la última presentación cubana en estos torneos hasta su reciente regreso.
Pero, aunque en el deporte existe la suerte –la buena y la mala-, no existen las soluciones mágicas. Todo, o casi todo lo que ocurre tiene su razón o sus razones, y las del incontestable triunfo de los Vegueros pinareños las tiene y con ellas se explica su vigorosa reacción, suficiente para vencer, en los dos juegos decisivos, a los dos rivales que parecían con más opciones para llevarse el torneo, según lo visto hasta ese quinto inning del penúltimo desafío.
La victoria de Cuba tiene, ante todo, nombres. El primero de todos el de Norge Luis Ruiz, el joven e hiperquinético camagüeyano que consiguió el primer cambio de rostro del equipo cuando más hundido se hallaba, luego de que se les regalara a los Caribes su cuarta carrera, al parecer lapidaria. Frenar a un rival que se sentía superior, que se veía superior en todos los aspectos del juego, fue sin duda el giro de tuerca que cambió la suerte cubana. Y todo quedó listo para que de sus cenizas resurgiera el eterno Frederich Cepeda, otra vez salvador, quien desde uno y otro lado del cajón de bateo empujó las carreras que conseguían la remontada… y la casi increíble victoria que llevaba al equipo al desafío de campeonato.
Desde entonces la historia fue distinta, y entre Yosvany Torres, el zurdo Moinelo y el cerrador Mendoza se escribió el resto de una novela con final feliz que concluyó con el paseo de la bandera cubana por la grama boricua del estado Hiram Bithron. Porque, mucho más que al bateo, se le debió a ese dominante picheo la victoria decisiva y final, capaz de hacer posible lo que durante tantos días, tantos juegos, tantos innings pareció imposible.
Cuba triunfó y poco importa ahora tratar de intentar establecer la calidad real o potencial de sus rivales como medidor de su actuación. Porque es un hecho incontestable que cada uno de los cinco conjuntos en lid llevó el mejor equipo que pudo, que, en ningún caso, es el mejor equipo que cada uno de esos países sería capaz de armar, pues a todos, incluido la selección cubana, le faltaron los nombres de muchos de sus más destacados jugadores en activo, enrolados en las Grandes Ligas y, por una u otra causa –desde legales hasta políticas, desde deportivas hasta personales- no formaron parte de las respectivas nóminas.
Lo trascendente, ahora, es que cada uno de los planteles jugó el mejor beisbol que fue capaz de desarrollar y, en ese combate, los cubanos sacaron al terreno de juego lo mejor de sí justo en el momento en que más valor tenía esa condición, y por eso son los campeones. Y porque los jugadores cubanos, aun con sus indisciplinas técnicas, su deficiente conocimiento de determinadas estrategias de juego, la improvisación de las funciones en su bullpen, han demostrado por más de un siglo y en todas las ligas, ser unos jugadores competitivos y arrolladores, capaces de triunfar individual y colectivamente en los terrenos de juego. Porque los jugadores cubanos, dentro y fuera del plantel nacional, como presuntos amateurs y como millonarios profesionales han sido un valor cotizado en el espectáculo del beisbol mundial, como lo demuestra la fiebre de contrataciones que se ha desatado en los últimos años, o como lo ratificó esta victoria de un Pinar del Río reforzado con los mejores jugadores del país.
Párrafo aparte merece la dirección del equipo, encabezada por Alfonso Urquiola, campeón nacional de la serie anterior con el plantel de Vueltabajo. Aunque la selección de los pitchers y la cantidad escogida resultó definitivamente equivocada; aun cuando, en un rapto de nostalgia, quiso comenzar la serie con el más pinareño de los equipos posibles; a pesar de decisiones puntuales poco afortunadas… Urquiola supo ganar, algo que no logran otros muchos managers. Y lo hizo desde donde le corresponde, y cómo le corresponde: sentado el banco, como protagonista oculto de decisiones acertadas y desacertadas, pero sin querer robarse un show que, en primera instancia, se desarrolla en el terreno de juego y solo en su desempeño estratégico y táctico en la oscuridad del banco.
De las victorias, tanto como de las derrotas, se pueden extraer lecciones. Y esta Serie del Caribe 2014 ganada por Cuba es un verdadero manual de enseñanzas de lo que tiene y lo que le falta a los jugadores y al beisbol cubano. Y no solo en lo deportivo. Incluso el hecho de haber tenido que afrontar dos deserciones en medio de la lid, debe servir de argumento para encontrar posibles soluciones, si es que estas existen. El éxito de hoy no será la varita mágica que desbrozará un camino que se ha ido llenando de escollos, el primero y más grave de los cuales es la pérdida de afición por la práctica del beisbol que hoy se manifiesta entre los más jóvenes, como una enfermedad del presente que, sin no se trata de remediar, puede provocar muchos dolores en el futuro.
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