Llegué a La Habana durante el lento estertor de los últimos cines de barrio. Ya habían cerrado muchos, vencidos por la ruina y la apatía. Otros daban funciones por puro milagro, aferrados a una rutina triste y aburrida. Cuando iba de vacaciones a Violeta, mi padre me preguntaba por los cines de su juventud.
—¿Has estado en el Jigüe? Era un cine muy moderno, con un excelente sistema de audio.
—Ya está cerrado; están construyendo ahí un centro nocturno.
—¿Fuiste al Rex, el que está en San Rafael?
—Está tapiado hace años, es un urinario.
—Yo iba mucho al Negrete, me quedaba cerca de donde vivía en aquellos años.
—Olvídalo, tampoco existe.
Mi padre se rebelaba ante el desastre.
—¿Cómo es posible que los hayan dejado destruir?
—Supongo que es un signo de los nuevos tiempos. La gente va cada vez menos al cine. En la mayoría llevan años y años poniendo las mismas películas, imagínate…
Yo sabía lo que decía. Yo iba mucho a los pequeños cines de la ciudad profunda. A veces asistía a funciones con tres o cuatro espectadores. Un día, en el Cervantes, mientras proyectaba un filme checo de los años ochenta, se cayó un pedazo de cielo raso delante de la pantalla. Nadie se inmutó, todo el mundo siguió en lo suyo. Al final de la película, un empleado recogió los escombros. En el Finlay, si mal no recuerdo, vi El nombre de la rosa. Yo había leído el libro pero nunca había podido ver la versión fílmica. Llegué al cine y para mi decepción, estaba completamente vacío. Debí haber lucido muy abatido, pues la empleada me consoló: "No te preocupes, vamos a ponerte la película a ti solo". Recuerdo que la pantalla era muy alta, salí con un poco de dolor de cuello. Todavía la tecnología no era digital, se proyectaba a la antigua. Dependiendo de la habilidad del proyeccionista o del estado de las cintas, podías o no perderte fragmentos completos de la película en los cambios de rollos. Había momentos en que la imagen estaba completamente desenfocada. La gente protestaba y hasta gritaba improperios. Y el proyeccionista a veces arreglaba el problema, pero otras veces como si con él no fuera. "¡Esto no es el Yara!" —respondió uno una vez.
Mi amigo Julio, que también solía ir a esos cines, me dijo un día que mucha gente iba ahí a tener sexo. Yo, inocente, no lo había notado. Con Lester iba mucho al Actualidades, que tenía una programación de excelencia, casi de cinemateca. Un día nos dimos cuenta de que los únicos que estábamos viendo Reflejos en un ojo dorado éramos nosotros dos. Había una gran actividad en la platea y en el baño, pero no era precisamente una actividad cultural. Nunca fuimos pacatos, entendimos que no había lugares de encuentro en la ciudad, la gente tenía necesidades y tampoco había que descartar el hecho de que a algunos les gustara tener aventuras con un desconocido en un cine destartalado. Por un tiempo seguimos asistiendo al Actualidades, aunque nunca participamos en ninguna de las orgías. En algún momento ya fue imposible ir sin correr el riesgo de interrumpir la diversión ajena, así que dejamos de ir a esos pequeños cines y nos centramos en las grandes salas del Vedado, particularmente el Chaplin, que sigue siendo el mejor cine de Cuba. Poco a poco fueron cerrando los cines de barrio, uno detrás del otro. Algunos fueron transformados en teatros o salas de baile o ensayos. Ahora La Habana, ciudad cinematográfica, es una ciudad con muy pocos cines.
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