Por El Canario Ciego
¿Votos a favor? ¿En contra? ¿Se abstienen?… ¡Aprobado por unanimidad! Nada lacera tanto a una sociedad como el enmudecimiento, la incapacidad para decir lo que se piensa. De ese mal padecemos en Cuba, donde la gente ya no dice, ni cuestiona. Su único gesto parece limitado al brazo —¿zurdo o derecho?, ¿qué importa?—, acaso programado para empinarse ante la frase inquisidora.
El orador vuelve a las preguntas, una y otra vez; y sin querer (o consciente de la respuesta) se anticipa al hecho: ¡Aprobado por unanimidad!, dice entusiasmado. Y la masa, con las manos abajo, ríe; luego las yergue. La imagen se repite en todos los espacios y transgrede generaciones. Pasa lo mismo en una reunión de pioneros que en la Asamblea Nacional.
Hemos llegado al consenso de callar, porque de hablar nos convertiríamos en el punto fosforescente de la manada. Si no hay acuerdo, no hay Revolución, resulta el dogma alimentado durante 55 años, bien orientado desde arriba, confundido a medio camino, aprehendido por los súbditos sin asomo de duda o juicio.
Lo peor es que creemos hacer lo correcto, aun cuando el silencio conspire contra nuestras aspiraciones personales, profesionales, individuales o colectivas; o destroce, incluso, las ínfimas esperanzas de un país en busca del desarrollo. ¿Cómo pretender avanzar entonces si no discutimos, si no analizamos las posibilidades?
Con zippers en la boca todo empeño parece reducido a la formalidad de un compromiso ineludible, comida para actas y otros inventos burocráticos que, al término, nunca resuelven. Al contrario, nos ponen en la difícil misión robótica de suscribir con el brazo en alto el acuerdo, sin la oportunidad para pensar si realmente lo estamos. ¿Lo estamos?
Nuestra realidad mecánica dispone, por supuesto, de sofisticadas piezas, más engranadas que cualquier tecnología empleada en una industria cubana. Los pesimistas aluden al cansancio: "Ya esto lo he dicho en todas partes, no tiene solución. Ellos se limpian el culito con lo que digo". Y tras el argumento enmudecen; enmudecen para siempre.
De alguna forma los comprendo, pues el engaño deviene frustrante, casi doloroso cuando se agotan las oportunidades y el resultado continúa en cero. Hablamos con el presidente del CDR, luego con el delegado, después con la entidad a cargo del supuesto problema, instancias superiores… y al final, un arcoíris de respuestas: "Este año ponemos el foco en la cuadra, tendrán agua, los residuales no correrán frente a su casa. No se preocupe usted, eso está resuelto". Pasa un lustro… y nada. El panorama requiere ahora un flautista, porque se parece a Hamelin.
En tiempos de la República prometer y no cumplir tenía un nombre: ¡Demagogia! Aunque lo verdaderamente triste concierne a la actitud asumida por la persona afectada que, en lugar de forzar una salida concreta y tangible para su conflicto, abraza a la masa para dejarse arrastrar por la afonía. ¡Qué paíZ!, diría el General Resoples.
Al otro lado del teatro, nos encontramos con el refunfuñador. Este dice, pero habla con él solo o comparte el criterio con algunos compinches. Su brazo igual toca el cielo cuando así lo demanda la malgastada locución, para luego, en medio de la Asamblea, difamar, negar todo, simular irreverente ante la invalidez para tomar la palabra y fundir el micrófono. No es apatía, sino cobardía. ¿Miedo a qué?
La democracia —no la de la Grecia Antigua, porque en esa los esclavos no tenían ni voz, ni voto— se construye, ciertamente, sobre el consenso. Sin embargo, llegar a tal punto exige discusión, bronca colectiva en el mejor sentido, partidarios y detractores de una idea. Solo de este modo la construcción, el consenso mismo, podrá satisfacer, al menos en parte, nuestras urgencias.
Imagínense lo contrario. Lo he vivido. Me encontré en una reunión de campesinos donde nadie quería hablar y hubo que extirparles las frases de la boca, ponerle baterías a la lengua. No obstante habían aprobado el documento a debatir, sin abstenciones, ni votos en contra. Y de pronto, no tenían machetes, ni limas, ni botas. ¿Qué aprobaron?
No somos marionetas, ni robots; somos hombres. Vivimos en un país donde la libertad no solo se consiguió con machetes y tiros; la conquistamos también con el uso inteligente de la oratoria, de la palabra escrita. La unanimidad —convertida aquí en el falso-mutismo colectivo— jamás será una solución a los problemas, sino el problema mismo. Por eso, una vez lanzadas las preguntas, no vacilo: Estoy en desacuerdo.
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