Tomado de El Muro, por Salvador Salazar
Tenía siete años en noviembre de 1989. Asistía a mi escuelita de barrio con una maleta soviética sujeta a la espalda, la misma bolsa escolar que usaban todos los pioneros del bloque socialista, desde el Berlín Oriental hasta Vladivostok. Después, cuando llegó la crisis, ya no hubo más maletas de aquellas. De hecho, ya no hubo más nada.
Algunos, los que pescaron langostas en el río revuelto de la crisis, le compraron a sus hijos valijas de marca en la diplotienda; los grandes perdedores llevaron los libros a clase en bolsas de nylon; y mi familia, perteneciente a la eterna clase media intelectual, siempre a medio camino entre el habitus de la "burguesía decadente" y la comprensión -más teórica que práctica- de los valores de la nueva sociedad, me compraron mochilas de vez en cuando. El resto del tiempo zurcimos lo ya existente, lo cual comenzó a ser una de las prácticas más comunes en una sociedad abocada a preservar lo poco que había, a estirar la pasta dental y el desodorante, las esperanzas y las alegrías, la botella de aceite y los pellejos del pollo, a sobrevivir, que no es vivir, a la espera de que otra vez llegaran vientos de vacas gordas.
La película de la Unión Soviética, una proyección de setenta años, terminó con un escueto letrero de Koniec, y comenzaron entonces a pasar los créditos del filme. Un año tras otro. Fila tras fila. Sin que nadie haya sabido a ciencia cierta qué pondrán después, si una versión restaurada del Noticiero ICAIC Latinoamericano, o si encenderán las luces y vendrá la acomodadora a informarnos que debemos salir, porque ya va a cerrar el cine.
Ese año de 1989 me tocaba asistir por primera vez al campamento de pioneros de Tarará, una experiencia que los muchachos mayores que yo describían como una especie de paraíso proletario. Ubicado al este de la ciudad, en el litoral de playas, te pasabas unos días al año en aquel edén socialista, que todavía los cubanos (con ese afán por la comida que tenemos) relacionamos con el yogurt de fresa y el pan con mantequilla.
Pero un día la directora nos reunió en la plaza de la escuela, y después de saludar la bandera y decir, una vez más, que seríamos todos como el Che, nos preguntó si estábamos dispuestos a donar nuestro campamento a los niños ucranianos que venían a Cuba para intentar curarse del horror nuclear de Chernóbil. Ahora respondería afirmativamente con total convencimiento de causa, les daría no solo mi campamento, sino mi casa y mi reino a aquellos muchachos desgraciados. Pero los niños de siete suelen ser sumamente egoístas.
La caída del Muro significó el fin de muchas cosas, muchísimas más de las que puede entender un niño de siete años cuyo consumo cultural se centraba en los dibujos animados de las seis de la tarde y la lectura de la revista Misha. Comenzó una crisis económica que todavía hoy, a tantos años, nos sigue nublando la esperanza.
Pero la peor, la más triste, fue la pérdida del sueño que de algún modo significó para muchos cubanos la Unión Soviética. Hoy nos parecerá ridículo que alguien pretenda recordar con nostalgia aquel intento frustrado de tomar el cielo por asalto. Y es cierto. Fueron tantos y tan grandes los errores, que aquel tren que salió con Lenin de la estación de Finlandia, perdió al final el rumbo y cayó en tierra de nadie. Pero identificar a la URSS con la esperanza, o mejor, con cualquier esperanza posible, es negar de plano la posibilidad de un orden que garantice equidad humana en libertad.
Años después, tuve la oportunidad de asistir en Cuba, durante un Festival de La Habana, al estreno de la cinta alemana Good bye, Lenin (2003). La gente acudió en tropel a verse reflejada en aquellos alemanes que un día descubren que su mundo ha cambiado radicalmente.
Recuerdo a Gabriel García Márquez, en primera fila, aplaudiendo al final de la cinta, mientras comentaba a su compañera de asiento el entusiasmo con que algunos cubanos habían asumido aquella película, singular pase de cuentas al socialismo "realmente existente", a aquel socialismo soviético que, de tantos difuntos y tantas flores, olvidó que existía para liberar al ser humano, para hacerlo protagonista activo de la historia, sujeto y no objeto, actor y no espectador, ser pensante. Socialismo al mismo tiempo que garantizó al menos un mínimo de seguridad material, educación y asistencia social; y que al desaparecer, dejó a la gente a merced del mercado, donde si tienes vales, y si no tienes dejas de existir, comienzas a formar parte del detritus de la historia.
La caída del Muro no trajo al mundo el milenio de felicidad que pronosticó Francis Fukuyama, el gran teórico de la globalización de los supermercados y de la comida rápida. Al contrario, otros muros, tan absurdos como el de Berlín, fueron levantados con toda rapidez en Palestina y en la frontera entre México y los Estados Unidos.
Los grandes problemas que llevaron a la construcción de una alternativa a la modernidad capitalista, alternativa que terminó desgraciadamente en aquel gulag soviético de millones de almas, siguen presentes en el mundo de hoy. La felicidad, aunque se proclame por decreto, continúa siendo esquiva. La gente seguirá intentando tomar el cielo por asalto, y yo, desde mi butaca, comenzaré a comerme la segunda ración de palomitas.
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