Por Carlitos
Si de cambio de mentalidad se trata, hay un vicio muy dañino que debe superar la práctica política cubana: la pasión por los controles. Es un tema tan enraizado en nuestra cultura, que no solo tiene que ver con la forma en que se gestiona el sector estatal de la economía, sino también el privado y hasta la vida familiar.
En la economía cubana el control directo de los recursos es el principal método de dirección: se establecen restricciones sobre el consumo de combustible, el uso de las divisas, la compra de insumos, las inversiones, los recursos humanos, los salarios, los precios. Prácticamente todo, desde los niveles y montos más elevados hasta los detalles más insignificantes llevan una carta, un cuño, una planilla, un modelo, un procedimiento y una autorización de alguien.
Por lo general, se prefiere controlar de más, bajo una especie de convicción de que lo importante es definir la norma. Su cumplimiento es otra cosa, y si no se logra, es culpa de la conciencia de la gente, la pérdida de valores, la ineficiencia de los inspectores, el sistema judicial...
Se exigen regulaciones innecesarias o muy difíciles de cumplir. Se cruzan regulaciones emitidas por diferentes organismos o a veces dentro del propio organismo. Muchos funcionarios, a cualquier nivel, tienen potestad para emitir normas y es frecuente la excepcionalidad en su incumplimiento. Lo cierto es que en este escenario no existe fuerza capaz de ejercer un control eficiente, menos aún en las condiciones de bajos salarios de nuestro cuerpo de directivos, inspectores y auditores.
Los ejemplos más claros están en la economía, donde los controles sustituyen frecuentemente las funciones del dinero. Si escasea el combustible, se recurre a una reducción pareja para todo el sistema empresarial mediante planillas, justificaciones, papeleos y… muchas reuniones. ¿No es más sencillo subir el precio del combustible a este sector y que sean las empresas más eficientes las que tengan la capacidad de preservar su flujo productivo?
En la práctica, esta filosofía de control excesivo termina siendo causa y caldo de cultivo para el mayor descontrol. La gente hace "lo que todo el mundo": una especie de interpretación popular de lo permitido, hasta que alguien diga lo contrario (no pocas veces con explote y explotados mediante). Así pasó con los 3D, con las tiendas privadas, con la importación de autos, con el pago por resultados, y la lista parece bien extensa.
Una sociedad no puede vivir sin controles. No ha existido alguna (si quiera la más neoliberal) que no los tenga. Sin embargo, el aprendizaje internacional ha llevado a entender que es mejor apelar a controles indirectos (que atacan las causas de los problemas) y no a controles directos (que atacan sus manifestaciones).
Los controles directos (administrativos o basados en indicaciones expresas) son más costosos, más engorrosos, más difíciles de hacer cumplir, políticamente impopulares; son reflejo de una mentalidad voluntarista que no va a tono con las transformaciones que ha anunciado y que necesita implementar el gobierno cubano; y, en no pocos casos, logran resultados distintos u opuestos a los que se proponen.
Controles directos siempre habrá, pero debiéramos ir transitando cada vez más a una economía de incentivos, donde la gente cumpla con los objetivos de desarrollo social no solo como resultado de su conciencia y su voluntad, sino también en respuesta a condiciones generadas por la acción del Estado que hacen más fácil su cumplimiento.
Es una guerra difícil, porque significa modificar una filosofía muy instaurada y muy cómoda para el que dirige. Cualquier convencido de los controles directos ve en su ausencia una fuente de caos y desorden. Debiera empezar por analizar el enorme caos que resulta de tener todo aparentemente "amarrado" y no tener, en la práctica, como fiscalizarlo.
La pasión por controlar no puede ser más importante que producir bienes materiales e intelectuales. ¿Nadie calcula cuánto le resta al crecimiento del PIB el exceso de controles? Me temo que mucho.
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