Fotografía Racso Morejón
He decidido tomar literalmente la convocatoria del Centro Pablo, los Estudios Ojalá y La Joven Cuba; y escribir sobre la herejía. No hablaré de sus expresiones particulares, las figuras icónicas o los procesos que se endosan esa condición, sino de sus dimensiones variables y contradictorias.
A la herejía —marxianamente hablando— le correspondería un pronóstico similar al del Estado y las clases sociales: el triunfo de una tipología particular, tendría la misión histórica de preparar su desaparición sobre las bases de una sociedad libre y justa. Esa opción de futuro sigue latente, pero más de un siglo después de Marx y Engels su verificación práctica ha corrido los límites temporales, y parece una cuestión en lontananza.
Como casi siempre ocurre, el contenido del concepto ha tenido vida propia y existencia mucho antes de su definición. En el caso de la herejía, esta regularidad se potencia por una de sus principales características: la contextualidad. A ella se debe el contenido teológico que lo ha marcado durante mucho tiempo. Al final, la herejía tiene que ver con la oposición a las normas o creencias consideradas irrevocables; puede entenderse entonces, que la marca religiosa estuviera asociada a la fuerza de la institución y el dogma eclesiástico cuando comenzó a divulgarse el término. Para el análisis, liberarnos de esa carga limitante resulta esencial. No se trata de negar el lugar de la fe para la herejía, todo lo contrario, es uno de sus fundamentos: la fe en que puede existir un hombre nuevo, que traspole esa condición “nueva” a sus relaciones, la comunidad, el país, el mundo…
Sin embargo, la herejía no es, por antonomasia, revolucionaria. Primero, porque en un escenario donde prevalezca en el sentido común lo que pudiera definirse al uso como “ideología revolucionaria” pueden existir puntos de vista y prácticas contrarios a esas normas morales. Curiosamente, reforzando el carácter contextual que mencionamos antes, tampoco para esa “minoría” la herejía resulta fácil. El problema radica en que el intento por aprisionar la herejía en un tipo particular de ideología, tiene que ver con el sentido utilitario —para bien o para mal— de la lucha cultural y simbólica.
Por otro lado, en el uso —llamémosle— político del término se encuentran dos campos en disputa. Uno tiene que ver con la ruptura, denuncia y crítica del orden existente: el “campo del antiprograma”. El otro, con la propuesta y acción práctica en función de un nuevo proyecto, definido en sus principales contornos; a esto denominaríamos el “campo práctico-proyectivo”.
Hay otra arista interesante para comentar: la desnaturalización de la herejía. El capitalismo actual es en esencia antiherético, como también lo han sido expresiones concretas de socialismo de Estado deformado. Sucede que a la desnaturalización de la herejía le resulta más funcional la lógica del mercado que la planificación, dos contrarios con que se han identificado ambos proyectos —más allá de las posibilidades reales de coexistencia, pero eso es tema de otro trabajo—.
La herejía deja de serlo cuando se industrializa y, paradójicamente, también cuando se silencia. Algunos íconos resisten más, como el Che Guevara, pero se suavizan. Sobre todo, porque silencio e industrialización forman parte de un mismo ciclo, desde una comprensión exacta del carácter contextual de la herejía: silenciar hasta un cambio de rumbo de la coyuntura, industrializar para una ilusión de aceptación de la pluralidad, mercantilizar para la extensión de una forma light de herejía. Es la vieja fórmula desmovilizativa de convertir lo prohibido en obligatorio.
El caso cubano nos sirve para hablar de otra característica de la herejía: su movilidad y transitividad. Como proyecto, el que se inició en Cuba en enero de 1959 iba contra todas las normas del sistema mundo capitalista; y al menos en la década del sesenta, rompía el esquema del socialismo asumido como política de Estado en la URSS y otros países de Europa del Este. Una mirada sencilla, anunciaría que la herejía rebelde fue absorbida después con la ineludible incorporación de la isla al CAME y el estrechamiento de los vínculos con el Kremlin. El problema es más agudo; por ejemplo, ¿cuánto puede haber contribuido a la difusión de una herejía cubana light —de la que hablamos antes— en Europa, un acontecimiento trascendental como el “Mayo francés”?, ¿cómo convive la herejía con expresiones de ortodoxia tomadas a préstamo al “socialismo real” y, al mismo tiempo, posiciones heterodoxas en lo que se refiere a la política exterior con el apoyo a la liberación colonial del África subsahariana y a los movimientos en América Latina?
La permanente discusión entre teoría y práctica ha demostrado que no basta asumir un nombre o calificativo en el discurso. Como pocas experiencias históricas, la Unión Soviética siguió presentándose como herejía más de medio siglo después de que perdiera su contenido rupturista. Solamente los Partidos comunistas “más disciplinados” del resto del mundo, creían esa propaganda. La famosa confrontación conocida como Guerra Fría, fue otra aguzada manera de desnaturalizar la herejía que nació en octubre de 1917; aunque ya Stalin había hecho una buena preparación del terreno. ¿Por qué? Porque en una batalla de poder a poder entre iguales —y todo el tiempo los soviéticos trataron de reivindicar su igualdad, cuando no superioridad respecto a los Estados Unidos— no hay espacio para la herejía.
El caso cubano es diferente. Si bien su lugar hereje frente a la principal potencia dominante fue matizado por sus relaciones con el llamado campo socialista; esta condición se relanzó con particular fuerza en la década del noventa del pasado siglo. Herejía y resistencia se combinaron en una dialéctica con muy pocos precedentes: quizás la lucha de los franceses revolucionarios contra la reacción europea, los movimientos de resistencia antifascista en los países ocupados por los nazis, el enfrentamiento de la Rusia bolchevique a la contrarrevolución y la invasión extranjera…
Pero el mundo, para los noventa y el dos mil, era (es) otro. A la herejía se mira ahora con nuevos espejuelos, cuando menos, condescendientes; y las que emergen, buscan más referentes territoriales, sectoriales y locales. Si a ello sumamos que la soledad herética —para los Estados-Nación— desgasta, podrá entenderse la complejidad de abordar estos temas.
Cuba y su herejía se encuentran en una encrucijada. El carácter transitorio sustenta la extrema volatilidad de las referencias y alianzas: Brasil y Argentina, no tan herejes pero tampoco completamente funcionales al sistema de dominación, han caído; Venezuela se encuentra en crisis; Ecuador, está por verse en un futuro cercano. Súmense las dificultades internas para construir una identidad entre la condición de herejía en geopolítica y el consenso al interior del país con el proyecto. Ese es otro problema: una nación en herejía implica que la mayoría de sus ciudadanos—no necesariamente todos— la comparta y valide.
Cuba y su herejía se encuentran en una encrucijada. La herejía no es plana, carente de contradicciones. Es contextual, puede desnaturalizarse, es móvil y transitiva. Por todas estas razones, volver sobre ella es necesario siempre que nos acompañe la voluntad de identificar su contenido. Sí, herejía… pero, ¿qué herejía?
*Texto presentado al concurso No es fácil la herejía, auspiciado por La Joven Cuba, el Centro Cultural Pablo de la Torriente y los Estudios Ojalá.
Tomado de http://www.caimanbarbudo.cu/articulos/2016/12/herejia-pero-que-herejia/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Agregue un comentario